miércoles, 18 de junio de 2008

Una mirada personal



A SERGIO HERNÁNDEZ LO CONOCÍ UN DÍA

Edison Carrasco
Escritor, poeta y músico

A Sergio Hernández lo conocí un día cuando fui a su departamento, ubicado en una serie de edificios, a metros de la estación de trenes en Chillán. Me llevó un amigo, un “casi- poeta” como se solía autodenominar, quien había asistido en forma asidua a las clases que el profesor Hernández, impartía como asignaturas opcionales, en la Universidad del Biobío. Me llevó a su casa, porque le había hablado de mi existencia como poeta bisoño en aquella época, de unos 19 años, para que pudiese echarle una ojeada a mi texto que escribía en ese momento y que daría lugar a mi primer libro “El Relojario de Arena”.
En aquel tiempo las citas se resolvían de la siguiente forma: “Anda a verme a la casa”. No existía la tecnología masiva: ni teléfonos, ni móviles, ni la red, que diesen seguridad, tanto de las horas de encuentro, como posibilidades al desistimiento. Si se tenía suerte, encontrábamos a nuestro visitado de turno, cualquiera fuere éste, o en el estado en que se encontrare: despierto, durmiendo, refaccionando cuestiones de casa, estudiando o leyendo, y los más múltiples etcéteras de los etcéteras. Y nadie se sentía incómodo por visitas intempestivas, nadie se importunaba por ello, se le recibía del mejor ánimo. La escasez de los medios de comunicación generaba incertidumbre, pero igualmente sorpresa. Siempre se disponía de recibir a visitas inesperadas. Siempre se estaba tranquilamente expectante, en un constante estado de recibir a alguien, en un constante estado de huésped.
En esas circunstancias, mi amigo y yo esperamos sentados en uno de los peldaños de entrada del edificio que servía de morada al profesor y poeta Sergio Hernández. Creo que esperamos mucho o poco, ya no recuerdo. En virtud de las razones antes expresadas, o mejor dicho, por las mismas razones, el tiempo era igualmente irrelevante. Lejos de ser vertiginoso, era quieto, pausado, paciente, lento como un peldaño de piedra de una escalinata de edificio viejo. Nos criamos en la lentitud de los procesos, en las esperas perpetuas y premeditadas, originadas de antemano por la carencia de la certeza.
Apareció de pronto el profesor, poeta y ser humano Sergio Hernández, con su andar reposado y ensanchó una sonrisa cordial al ver a mi amigo, extendida amablemente a mí: acompañante de su alumno, desconocido para él. Se preocupó si habíamos esperado mucho, mientras nos conducía al primer piso, donde se encontraba su departamento. Su habitación, era la habitación de un poeta sesudo y sencillo: pocas cosas materiales, muchos libros; y la disposición de ellos en el espacio: explosiones controladas de libros y revistas por aquí y allá, ningún Berlín devastado al término de la segunda guerra mundial, sino sólo algunos derrumbes bibliográficos y algún arte hemerográfico por acumulación. Comenzó a hacer un despeje en este espacio artístico y/o campo de pruebas, con la finalidad de ubicar algún lugar que representase una comodidad más segura que sólo el primer peldaño de piedra de su edificio raído. Aparecieron bajo sus libros, sillones y sillas insospechadas hasta antes de la entrada nuestra, salidos de debajo de la tierra, escondidos largo tiempo bajo estas ruinas domésticas.
En fin, logramos acampar nuestra humanidad y sentirnos más cómodos, aunque la comodidad del momento no la hacían sillones ni sillas ocultas bajo las narraciones de todo tipo, sino más bien, su amabilidad y gentileza se convirtieron en nuestro soporte, nuestro sillón mullido. En ese momento mi amigo le recordó el motivo de su visita, y el motivo de la mía. La primera escrutación sobre mi persona, fueron sobre mis lecturas. En el mundo del conocimiento normal de las personas, nuestras primeras aproximaciones giran en torno a temas baladíes, y si de profundizar o instrumentalizar una conversación se trata, dependiendo de la estación donde queremos llegar, así dependerá del tren que tomemos. Cuando se trata de establecer relaciones personales, las conversaciones giran en torno a virtudes y defectos, y si somos o no de amigos y del por qué de nuestra dificultad social, insociabilidad o misantropía, o del por qué de nuestra afinidad, sociabilidad o filantropía; si son relaciones de negocios, sobre cuáles son nuestras capacidades y experticia en el rubro y qué negocio específico habría de enfocarse que fuera rentable; si son de trabajo, se habla sobre nuestro currículo y en qué aportamos al cargo postulado; si son relaciones amorosas, cuantos amores se ha tenido y por qué ocurrieron nuestros desaciertos y fracasos románticos, pero en esta última, con más cautelas y verdades a media (a lo menos en las primeras citas). En suma: nuestras habilidades y experiencias. Entre escritores la relación es polidifusa pero directa: es una mezcla de todas las anteriores; nunca se sabe si nos movemos en los términos de una entrevista de trabajo o en la retórica de las relaciones amorosas. Pero lo directo se afirma en una sola y certera pregunta, que da pie para continuar una conversación, más aún, cuando el tren lo conduce un maquinista de mucha experiencia y habilidad, ante un iniciado pasajero en las vías literarias. Y esa era la pregunta que Sergio Hernández, que antes de poder acomodarme en el happening de su casa, la había formulado con total soltura. Creo que mis respuestas le dieron satisfacción, porque de ahí nuestro coloquio fue de estación en estación, sin haberme percatado del número de todas las detenciones. Leyó en silencio los poemas. Debo decir que los sancionó favorablemente. El grado de su aprobación sólo él lo puede saber. Los mejores maquinistas se guardan sus secretos.
Luego de lo dicho, mi amigo y yo nos fuimos bajando de su habitación aún en marcha, donde este profesor, gran poeta, gran ser humano y gran conversador Sergio Hernández, quedaba aferrado a su vagón extenso, decidido a continuar en su discursiva poética, a provocar en su cuarto nuevas explosiones controladas, pero que generarían a su vez, nuevas formas líricas en ciernes, nuevos verbos poéticos que descubrir, producir, reproducir y generar.
Sólo la vida puede honrar la vida. Nuestro poeta Sergio Hernández ya posee su merecido lugar de ferrocarrilero diestro. La poesía le ha hecho su amigo íntimo. Ambos se conocen en sus defectos y virtudes, en sus misantropías y filantropías. A los hombres sólo le queda declarar lo que ya le pertenece, lo que ya es suyo. Para la generación nutrida de personas a quien formó como profesor, e inspiró como poeta, de aquellos que le conocieron directamente, o que indirectamente pudieron apreciarlo, para nuestro país, en general, Sergio Hernández es nuestro don. Sergio Hernández, el profesor, poeta y ser humano, es nuestro mejor premio.

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