miércoles, 18 de junio de 2008

Una mirada personal



A SERGIO HERNÁNDEZ LO CONOCÍ UN DÍA

Edison Carrasco
Escritor, poeta y músico

A Sergio Hernández lo conocí un día cuando fui a su departamento, ubicado en una serie de edificios, a metros de la estación de trenes en Chillán. Me llevó un amigo, un “casi- poeta” como se solía autodenominar, quien había asistido en forma asidua a las clases que el profesor Hernández, impartía como asignaturas opcionales, en la Universidad del Biobío. Me llevó a su casa, porque le había hablado de mi existencia como poeta bisoño en aquella época, de unos 19 años, para que pudiese echarle una ojeada a mi texto que escribía en ese momento y que daría lugar a mi primer libro “El Relojario de Arena”.
En aquel tiempo las citas se resolvían de la siguiente forma: “Anda a verme a la casa”. No existía la tecnología masiva: ni teléfonos, ni móviles, ni la red, que diesen seguridad, tanto de las horas de encuentro, como posibilidades al desistimiento. Si se tenía suerte, encontrábamos a nuestro visitado de turno, cualquiera fuere éste, o en el estado en que se encontrare: despierto, durmiendo, refaccionando cuestiones de casa, estudiando o leyendo, y los más múltiples etcéteras de los etcéteras. Y nadie se sentía incómodo por visitas intempestivas, nadie se importunaba por ello, se le recibía del mejor ánimo. La escasez de los medios de comunicación generaba incertidumbre, pero igualmente sorpresa. Siempre se disponía de recibir a visitas inesperadas. Siempre se estaba tranquilamente expectante, en un constante estado de recibir a alguien, en un constante estado de huésped.
En esas circunstancias, mi amigo y yo esperamos sentados en uno de los peldaños de entrada del edificio que servía de morada al profesor y poeta Sergio Hernández. Creo que esperamos mucho o poco, ya no recuerdo. En virtud de las razones antes expresadas, o mejor dicho, por las mismas razones, el tiempo era igualmente irrelevante. Lejos de ser vertiginoso, era quieto, pausado, paciente, lento como un peldaño de piedra de una escalinata de edificio viejo. Nos criamos en la lentitud de los procesos, en las esperas perpetuas y premeditadas, originadas de antemano por la carencia de la certeza.
Apareció de pronto el profesor, poeta y ser humano Sergio Hernández, con su andar reposado y ensanchó una sonrisa cordial al ver a mi amigo, extendida amablemente a mí: acompañante de su alumno, desconocido para él. Se preocupó si habíamos esperado mucho, mientras nos conducía al primer piso, donde se encontraba su departamento. Su habitación, era la habitación de un poeta sesudo y sencillo: pocas cosas materiales, muchos libros; y la disposición de ellos en el espacio: explosiones controladas de libros y revistas por aquí y allá, ningún Berlín devastado al término de la segunda guerra mundial, sino sólo algunos derrumbes bibliográficos y algún arte hemerográfico por acumulación. Comenzó a hacer un despeje en este espacio artístico y/o campo de pruebas, con la finalidad de ubicar algún lugar que representase una comodidad más segura que sólo el primer peldaño de piedra de su edificio raído. Aparecieron bajo sus libros, sillones y sillas insospechadas hasta antes de la entrada nuestra, salidos de debajo de la tierra, escondidos largo tiempo bajo estas ruinas domésticas.
En fin, logramos acampar nuestra humanidad y sentirnos más cómodos, aunque la comodidad del momento no la hacían sillones ni sillas ocultas bajo las narraciones de todo tipo, sino más bien, su amabilidad y gentileza se convirtieron en nuestro soporte, nuestro sillón mullido. En ese momento mi amigo le recordó el motivo de su visita, y el motivo de la mía. La primera escrutación sobre mi persona, fueron sobre mis lecturas. En el mundo del conocimiento normal de las personas, nuestras primeras aproximaciones giran en torno a temas baladíes, y si de profundizar o instrumentalizar una conversación se trata, dependiendo de la estación donde queremos llegar, así dependerá del tren que tomemos. Cuando se trata de establecer relaciones personales, las conversaciones giran en torno a virtudes y defectos, y si somos o no de amigos y del por qué de nuestra dificultad social, insociabilidad o misantropía, o del por qué de nuestra afinidad, sociabilidad o filantropía; si son relaciones de negocios, sobre cuáles son nuestras capacidades y experticia en el rubro y qué negocio específico habría de enfocarse que fuera rentable; si son de trabajo, se habla sobre nuestro currículo y en qué aportamos al cargo postulado; si son relaciones amorosas, cuantos amores se ha tenido y por qué ocurrieron nuestros desaciertos y fracasos románticos, pero en esta última, con más cautelas y verdades a media (a lo menos en las primeras citas). En suma: nuestras habilidades y experiencias. Entre escritores la relación es polidifusa pero directa: es una mezcla de todas las anteriores; nunca se sabe si nos movemos en los términos de una entrevista de trabajo o en la retórica de las relaciones amorosas. Pero lo directo se afirma en una sola y certera pregunta, que da pie para continuar una conversación, más aún, cuando el tren lo conduce un maquinista de mucha experiencia y habilidad, ante un iniciado pasajero en las vías literarias. Y esa era la pregunta que Sergio Hernández, que antes de poder acomodarme en el happening de su casa, la había formulado con total soltura. Creo que mis respuestas le dieron satisfacción, porque de ahí nuestro coloquio fue de estación en estación, sin haberme percatado del número de todas las detenciones. Leyó en silencio los poemas. Debo decir que los sancionó favorablemente. El grado de su aprobación sólo él lo puede saber. Los mejores maquinistas se guardan sus secretos.
Luego de lo dicho, mi amigo y yo nos fuimos bajando de su habitación aún en marcha, donde este profesor, gran poeta, gran ser humano y gran conversador Sergio Hernández, quedaba aferrado a su vagón extenso, decidido a continuar en su discursiva poética, a provocar en su cuarto nuevas explosiones controladas, pero que generarían a su vez, nuevas formas líricas en ciernes, nuevos verbos poéticos que descubrir, producir, reproducir y generar.
Sólo la vida puede honrar la vida. Nuestro poeta Sergio Hernández ya posee su merecido lugar de ferrocarrilero diestro. La poesía le ha hecho su amigo íntimo. Ambos se conocen en sus defectos y virtudes, en sus misantropías y filantropías. A los hombres sólo le queda declarar lo que ya le pertenece, lo que ya es suyo. Para la generación nutrida de personas a quien formó como profesor, e inspiró como poeta, de aquellos que le conocieron directamente, o que indirectamente pudieron apreciarlo, para nuestro país, en general, Sergio Hernández es nuestro don. Sergio Hernández, el profesor, poeta y ser humano, es nuestro mejor premio.

Sergio Hernández Romero

Por Hernán Lavín Cerda

La poesía es la otra voz, el aire del origen: un aire no para respirarlo sino para vivirlo. Un aire que, sin embargo, se adivina en el acto de la inspiración y la espiración, un aire que sólo se adivina respirándolo. Aquel soplo que es la obstetricia original, aquel soplo del principio y del fin: el soplo de la otra voz pariéndose a sí misma, soplándose sin desdén, con absoluto entusiasmo como en la última epifanía, la casi póstuma.La otra voz es el prodigio que se fecunda a sí mismo en las profundidades de la voz demótica, ecuménica y cotidiana. El esplendor de lo insólito en la matriz de lo sólito, la recuperación de aquel soplo imaginante que estaba enterrado en el espíritu y en el más allá de la conciencia de los primeros hombres, desde los días inaugurales de la comunidad cavernícola.En los espacios donde se escucha el rumor de la otra voz, las contradicciones —sin dejar de serlo— se vuelven más elásticas y se convierten, al fin, en puentes de atracción y diálogo. Todo se encuentra con todo: la cópula de los objetos y de las criaturas animadas es universal. Sin reposo, todo se busca y todo se encuentra. Lo más distante, incluso, aparece cada vez más próximo y en un ámbito de concordia.Es el milagro de la otra voz, la voz rebelde, la voz crítica y autocrítica, la voz anti rutinaria, la voz del desasosiego (sobre todo a partir de la modernidad romántica), la voz de la melancolía y del pensamiento salvaje, no sólo salvaje, elemental y en crisis, moderno en su antimodernidad, la voz entusiasta y desilusionada, la voz del soliloquio arcaico y futuro —la cuna la tumba, y de nuevo la cuna—, la nostálgica voz de la unidad en el origen, cuando todo formaba parte de todo y la división no era todavía un fenómeno evidente.
Alguna vez, el poeta y ensayista Rubén Bonifaz Nuño me dijo en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México:—Después de tanto ir y venir por este mundo, creo que el único acto de auténtica libertad es la poesía.¿Yqué es la poesía?Lo desconocido en proceso de conocerse y reconocerse, mediante el asombro, siempre renovado, de la articulación de las palabras: sonido y sentido en estado de gracia. Todo, casi todo tiene que ver con la química sanguínea del ritmo, esa alquimia pulsional de la articulación. Poesía puede ser, entonces, todo aquello que duerme —sepultado a veces, a veces insepulto— y que sin duda somos sin saberlo: la existencia comunitaria de la otra voz, antes y después de la desnudez original, cuando las preguntas correspondían a la infancia de la humanidad y eran primorrdiales.Prodigio de la lengua de la revelación en libertad absoluta. Lenguaje o cuerpo sensible a través del cual, pendularmente, aparece y desaparece —en una suerte de epifanía inestable o movediza— el inconsciente colectivo y el consciente de cada día, como lo percibió Carl Gustav Jung hace varios años.Acaso vivimos o sobrevivimos para recordar, y la poesía también es el arte de la memoria en acto, verbo de lucidez y juego múltiple, la otra voz de la memoria de la especie: memoria universal por ser privada, por aparecer desnuda en medio del mundo, por descubrir o redescubrir las palpitaciones de la infancia que se vale de la sabiduría empírica, aquella que todo lo funda imaginándolo. Y sabemos que, por un desliz iluminante, la fundación puede ser reveladora. Fundar y fundar, sepa Dios, transfigurando o abriendo el camino de las transfiguraciones.
Creo que Sergio Hemández, nacido en Chillán —ciudad del sur de Chile— el 17 de marzo de 1931, pertenece a esa familia de poetas que escriben por una necesidad impostergable: la más antigua bendición, la más antigua condena. Toda criatura humana es, a su modo, un animal rítmico. Y el poeta lo es en una dimensión casi absoluta, pero su ritmo interno se transforma en palabras que van articulándose dentro de los dominios de la otra voz: dichas palabras, se relacionan de una manera inusual —a veces común, a veces fantástica— dando origen a realidades nuevas, únicas y autónomas: esos organismos lingüísticos son los poemas.Hay una secreción verbal en el orgnismo de Henández, una fisiología lingüística cuyos signos se vinculan estéticamente. Las temáticas, sin embargo, no son de naturaleza anatómica. El cuerpo no aparece señalado con frecuencia, salvo en algunos textos. La zozobra orgánica y psíquica (antigua crisis del poeta) fue sublimada o más bien transfigurada hacia el plano del espíritu y la ética.La inconformodidad, el desencanto, el sentimiento de pérdida son compartidos por muchos poetas contemporáneos, y Sergio Hemández está en la línea de aquella conciencia fracturada, una conciencia que se ha vuelto dominante en los tiempos modernos: visionaria y dolorosa conciencia crítica. Espíritu proteico y múltiple de la modernidad. La terrible y, a veces, paralizante absentia: el abismo y la vacuidad de la condición humana. De pronto hay textos de rescate que, como salvavidas, oxigenan el panorama; por lo común, se trata de señales proyectadas hacia el mundo de la naturaleza y de la infancia. Sólo allí es posible la resurrección o la Edad de Oro: el universo de los sueños infantiles.El lar del origen transflgurado en lactancia y júbilo. Pero la edad adulta es cruelmente grávida; su peso es insufrible. El propio Hernández ha dicho: «Mis libros Cantos de Pan, Registro y Ultimas señales recogen casi sólo la parte dramática y angustiosa de mi existencia: cuando estoy alegre no escribo. La poesía ha sido para mí una catarsis y una liberación...» Su obra más reciente, Quebrantos y testimonios (compilación antológica realizada por el propio autor), no se desliga de los juicios emitidos por el poeta sobre su trabajo artístico, o, más bien, sobre el estado de ánimo que ha hecho posible dicho trabajo.Observo, con cierta claridad dos líneas estéticas esenciales y recurrentes en esta selección: la primera establece un vínculo con el registro de época, sí, el gusto de época que nos llegó de ultramar desde la península ibérica y, para ser más precisos, desde España, la España andaluza y castellana, la de Federico García Lorca, Rafael Alberti, Miguel Hernández, Luis Rosales, y Vicente Aleixandre, entre otros. Una España contemporánea que aparece, líricamente, muy unida al cántico anónimo y popular, al antiguo romancero: una España de rimas cruzadas, de asonancias y consonancias, de música que se sostiene en el fulgor adjetival, así como en la obediencia a ciertos cánones métricos. Sergio Hernández vivió en esa España y convivió con algunos descendientes de aquella poesía: la estudió a fondo, se dejó envolver por ella y, al fin, cultivó su oído en la observancia y no en la heterodoxia. Ese registro estético se hizo muy poderoso, tanto en España como en Hispanoamérica; a él se unió, en cierto modo, prolongándolo, el modernismo rubendariano y, algunos años después, el postmodernismo que tuvo una figura capital como fue Pablo Neruda. Tampoco podemos olvidar a Juan Ramón Jiménez. Quiero recordar que dichos cánones poéticos fueron dominantes (no los únicos, por cierto) en la primera mitad del siglo XX: carácter hegemónico de la cadena metafórica, musicalidad aliterante (la eufonía romántico-modernista concebida como un poder casi ideológico), altemancia y más bien convivencia de los llamados versos de arte mayor y de arte menor, presencia estrófica, dominio de un sujeto casi olímpico a través del cual se manifiestan los estados de ánimo de los individuos y los pueblos, esplendor verbal, belleza que de improviso se desvía, dolorosa, con ímpetu expresivo, aunque no siempre se divorcie del brillo clásico.Sergio Hernández es respetuoso de estas directrices artísticas; líneas que, por supuesto, aparecen y desaparecen en su obra, no sólo en la suya. Debemos reconocer que el proceso es de agonía y resurrección: es lo que está ocurriendo con el legado de los poetas hispanos y los representantes del modernismo, así como de la vanguardia. En la actualidad asistimos a un período ecléctico, de mayor mestizaje y síntesis, de traducciones que operan como válvulas comunicantes. No hay ortodoxias que se sustenten sobre el principio de una verdad absoluta. El relativismo abre la puerta que conduce al diálogo entre formas y tendencias estéticas dispares.La línea que Neruda privilegia es la suya, como era previsible. Y lo hace en el breve prólogo que escribió para la edición del libro Registro, 1959-1964 (Edit. Nascimento, Santiago de Chile, 1965). En un pasaje afirma: «La poesía de Sergio Hernández es canto que corre, cristal que canta». Esta frase se apoya justamente en la metáfora o más bien en la prosopopeya, e insiste en un solo aspecto: el canto, un canto que respeta la tradición del canto, como ya dijimos.Pero creo que hay cantos y cantos, como hay músicas y músicas.El hecho de que exista el canto no es una especie de garantía absoluta. Pienso que los mejores momentos en la obra de Hernández aparecen cuando se toma distancia del sistema de producción rítmica, así como metafórica, que es propia del canto hegemónico en aquellos años. Con frecuencia aparece cierto estereotipo en la alianza reproductora y repetidora de imágenes. Pero de pronto Sergio Hernández establece una transgresión, se desvía, abandona los recursos de retórica que pesaban sobre todos los poetas, y, entonces, surge la otra posibilidad de trabajo, la otra línea, la otra dirección: una línea que no tiene por qué ser absolutista y excluyente.Esta última línea ha generado algunos de los textos más sugerentes y enriquecedores de Hernández. Allí están los poemas Está bien, Porque no tengo dónde, Todo lo que he pecado (con un final que nos recuerda uno de los breves y agudos textos de Elías Nandino, cuando el sujeto de la escritura dice que a él no lo matará la muerte sino la vida. Sergio Hernández escribe al fin de su poema: «...quiero olvidar mi nombre para siempre/ y morirme de vida/y no de muerte»). Hay otras muestras de eficiencia y profundidad: Señor, Gentes, Imagen, El canceroso, Lluvia, Documento psiquiátrio, Ultimo deseo, Bajo el tiempo, Moscas, Es tan profundo, Vivimos los días, Sacad de este árbol, y No hay nada que agregar, entre otros.La música elocuente se ha convertido en música interior o música de ideas. La poesía, entonces, toca el misterio y, al tocarlo, lo piensa y hace que también el lector piense.Vladimir Holan, el gran poeta checo del siglo XX, que falleció en 1980, dijo alguna vez:—La poesía es el misterio. Debiera ser la precisión.Digamos que la precisión en el misterio, o acaso la precisión del misterio.En sus instantes de mayor lucidez, Sergio Hernández se aproxima al misterio: lo roza con un soplo, y el soplo es como las alas de un colibrí que nunca dejarán de palpitar. Y el corazón del colibrí es el tic-tac del estremecimiento. Dicho de otro modo: el parpadeo del espíritu que en su poesía jamás se interrumpe..

Poesía

Está Bien

Está bien
está bien
todo está bien
sólo que el hambre mata niños
y en la oscura humedad
crecen los muertos
y sin embargo está bien todo
y es grato haber llorado entre cipreses
embriagarse de tiempo
refrescar con amigos y cerveza
las blancas noches de verano
anclar el corazón en algún puerto
incorporar un poco de sol
al alma que habitamos
entretejer de amor
las noches y los días
y sobre todo pensar
que aún pertenecemos
a esta pequeña parte de la muerte
que hemos llamamos vida.

Su poesía

Alto Volantín

Alto volantín de septiembre,
pequeña llama entre las nubes,
encumbrado pétalo
de mis días celestes,
duermes aún en mi memoria sin despertar al trompo
que bailará en mi vida
eternamente.

Pasaron otros días,
fui enredando mi juventud
a viejos libros,
mi rostro tomó la palidez de los papeles;
fui dejando mi sangre en los suburbios,
pero a ti no renuncio,
derribado volantín;
trompo doliente,
mi claro amanecer
en este anocheciendo
permanente.










Plaza

Ahora no espero a nadie
la tibia primavera
atardece en mi plaza
y en mi tarde
las parejas que creen amarse
intercambian caricias
desde mi ventana
un columpio vacio
avienta mis días felices
no diré que estoy solo
estoy conmigo mismo simplemente
y para acompañarme
saco un pez luminoso
de mi acuario
y con él enciendo la noche.


Hay un niño solo

Hay un niño solo
que canta en una plaza sola
de una noche sola
y gorjea como un pájaro
tirando guijarros
a mi alma
que se extiende
en rugosos círculos concéntricos.









Señor

Señor
dime si existes
Te pregunto en la noche
Del desamparo y la amargura
Mientras mis propios demonios
Me clavan
A esta cruz invisible
Con los horrendos martillos
De la culpa.

martes, 17 de junio de 2008

Sergio Hernández

Presentación en Chillán Poesía 2008, donde se dio inicio a la Campaña Sergio Hernández al Premio Nacional de Literatura.

Palabras de Homenaje

¿Cómo empezar palabras de homenaje para un poeta que durante toda su vida ha rehuido el encandilamiento de la “figuración literaria” y a preferido disfrutar de una larga caminata? o ¿Compartir generosamente una conversación junto a unos cafés y unos cigarrillos, donde el centro, no sea la adulación de su ego, sino la poesía misma que respira a cada palmo?

Por cierto, no carece de méritos. ¿Pero como otorgarle largos reconocimientos, similares a quienes condecoran a un general por haber asesinado a muchos de sus enemigos y que mañana serán por acto de magia diplomática, llamados hermanos? ¿O como el poetastro que se empeña en rendir honores a algún jerarca para luego extender su puta mano a cambio de premios y favores?

Hay poetas y poetas en la viña del Señor, y Sergio es de aquellos como dijera Fernando Quilodrán, en el año 1996: “Tan sólo se trata de un poeta, especie infrecuente…” y de la que por cierto según sus palabras es “un exponente ejemplar”.

Es un poeta en toda su hondonada, no es el mago, ni el profeta, ni mucho menos el mesías, tampoco se jacta de inteligencia superior, oscureciendo el sentido, y que por cierto ya es esta actitud una gran demostración de su singular genio y lucidez, como dijera en su momento Ortega y Gasset, que la claridad en el lenguaje del filósofo es un acto de generosidad, para nosotros también se hace extensible al poeta. Tampoco nos aturde con demostraciones y juegos de artificio, no hay grandes saltos mortales que jamás desafían la muerte. En su poesía es la vida la que pasa, esa que los poetas han desterrado.

La vida del hombre, en su devenir constante, en su desafío diario, no aquella de la que presumen los sabiondos de las elites académicas, que sólo traducen y reducen a porcentajes, y a jueguitos sintagmáticos. Esa vida que está ante los ojos de los videntes, que tienen los ojos cargados de iluminaciones que no les permiten ver. Allí es donde nos habla la poesía de Sergio Hernández, casi en forma de susurro, porque no tiene necesidad de gritar para hacerse oír, porque su poesía tiene “la llave que abre mil puertas”, la de los oídos, la de la mente, y el corazón.

Baste un ejemplo:

Que me perdone el pobre
Porque como
Porque tengo este terno
Que me he comprado a plazo
Porque tengo esta cama
En donde duermo
Que el rico me perdone
En su soberbia.

El poeta Sergio Hernández, nos recuerda sin gesticulaciones ni amplificaciones rimbombantes, que estamos aquí en este lado “llamado vida”, para despertar el sentido final de nuestro peregrinaje: ese espacio compartido de fraternidad humana, y que sólo es comprensible y vivible cuando se ha bajado definitivamente del Olimpo y se le ha puesto fuego.
Por ELgar Utreras Solano

Un poeta de provincia

Por Hugo Quintana Q.
Poeta y profesor.

Personalmente, prefiero a aquellos poetas que son capaces de vivir la vida sin tanto sobresalto o ademán inútil, aquellos que no andan por la vida con la siempre discutible intención de atraer el ojo de cualquier lector en época de vacaciones. Prefiero los poetas que detestan el ruido excesivo, que escriben desde cualquier lugar íntimo, reducido, y que jamás transan sus humanidades para conseguir algo de figuración pasajera. Prefiero los poetas sin segundas motivaciones.
Y Sergio Hernández es un fiel representante de aquesta noble estirpe. Hernández es uno de esos poetas huidizos que se escabullen con facilidad, en una acción casi tránsfuga del que ha preferido esconderse en la provincia de nuestro país, una acción del que ha querido ausentarse de todo el tráfago constante en la que ha devenido el ejercicio de nuestra literatura.
Hernández es un poeta del “casi” silencio, con una obra pequeña en cantidad (de libros, de páginas), pero de gran altura y al mismo tiempo profundidad en cuanto a su dimensión humana, que por carecer de una “auto” promoción, o promoción (a secas), no ha recibido la atención de los frenéticos lectores de las grandes urbes, pasando –lamentablemente- desapercibida, inmutable, totalmente inexistente para una gran mayoría.
Muchos poetas jóvenes y varios no tan jóvenes, nunca le han oído mencionar siquiera. Y su aporte corre el riesgo de ser desatendido o subvalorado.
En algunas ocasiones, incluso hasta se puede hablar de mezquindad. El poeta, el profesor de literatura que integrara los planteles de ciudades como Valdivia, Antofagasta, Valparaíso, Talca o Chillán, actualmente, es un “desconocido” para buena parte de nuestro país, y por lo mismo, se le ha negado el lugar de relevancia que debiese ocupar dentro de nuestra galería poética.
No son pocos los “notables” que se han referido a su poesía, desde el mismo prólogo que le escribiera Pablo Neruda a su libro “Registro” (Editorial Nascimento, 1965), a las notas hechas por Alone, Jaime Valdivieso, Mario Rodríguez, Hernán Lavín Cerda, etc. Es alguien que cuenta con el respeto y el cariño fraternal de varios importantes poetas y escritores nacionales -cosa que he podido constatar directamente-, pero también es alguien a quien se le restan méritos con demasiada liviandad a la hora de considerarlo como una de las voces mayores de nuestra poesía. Una paradoja absurda que –en cualquier caso- todavía no he podido procesar.
Quisiera que al minuto de citar nombres para un premio nacional de literatura, pues apareciese entre los “posibles”, aunque sé demasiado bien que por no andar “candidatéandose”, nunca va a estar entre los 5 autores que siempre saltan a la palestra. ¿Cuál sería entonces el camino a seguir para que hubiese algo más de justicia para con su obra?
La primera “defensa” que me veo en el deber de levantar es el tema de la extensión, porque Hernández -efectivamente- ha desarrollado una obra breve, pero no menos importante. No son pocos los casos de autores que con una escasa obra, han inscrito sus nombres como “grandes” dentro de la memoria universal de la literatura: Jorge Manrique o Juan Rulfo, son dos ejemplos de lo anterior.
Han sabido manejar muy bien lo que han escrito, han estado conscientes, han tenido la prudencia para dejar salir, para publicar estrictamente lo necesario, lo que ellos han encontrado útil hacer público. Esa extraña lucidez les ha permitido adquirir un peso, una relevancia en el contexto de la literatura universal; pero a Hernández, a la hora del “ruido”, pues le ha jugado en contra, debido a que precisamente estamos en una era donde la publicidad lo es todo.
Un segundo punto de vista, dice relación con la influencia, la prestancia que tiene como sujeto, la cercanía de la que es capaz para dialogar o participar en un intercambio de ideas, cosa que es tremendamente interesante para las generaciones jóvenes. Quizás si el maestro, el profesor universitario se deja entrever en esta actitud, en esta perseverancia. Jamás he oído de alguien a quien Hernández, no haya prestado la debida atención, respondiendo cuanta pregunta o inquietud se exponga en materia de literatura o de otras corrientes de conocimiento, convirtiéndose -virtualmente- en una suerte de puente, de vínculo con la memoria histórica que este país -en muchas ocasiones- se empecina en ignorar.
Sus palabras siempre fueron objeto de aprendizaje. Digo esto, como alumno, como discípulo suyo, en algo que él –afectuosamente- denominó como la “poetansia”. Grupo que integrábamos Jorge Rosas, Pablo Troncoso, Elgar Utreras y quien suscribe este comentario. El factor estilístico de la construcción poética, el tono, la manera de educar y flexibilizar la pluma. El ritmo, la melodía, el contenido y su misión esclarecedora, todas grandes preocupaciones del experimentado poeta. Nada de ripios intelectualistas, nada de “literaturismo” vano, nada de citas para el aplauso, el ego del que confunde poesía con la obsesión de hacerse de un nombre para ganar una superflua relevancia.
Nos convirtió, con la sencillez del agua o del viento, en sujetos de acción de arte, en buscadores fervorosos de esa condición de la humanidad, lo sublime y lo bello como estandartes.
El tercer punto de vista tiene que ver con su verso propiamente tal. Un verso limpio, sonoro, entendible y digerible. Un verso que no renuncia jamás al lirismo, pero con un lenguaje común, cotidiano. Un lenguaje que aspira a la riqueza semántica de la sencillez, sin caer en lo pedestre. Es tanta su habilidad que lo que dice puede ser comprendido por cualquiera y jamás renuncia a la profundidad, incluso de naturaleza filosófica, ya que él mismo confiesa ser un heredero y admirador de autores existencialistas como Jean Paul Sastre o Albert Camus.
El ademán de sus trazos dan con naturalidad en el blanco. No fuerza la mano, ni la garganta. Desde “Cantos de Pan”, su primer libro de poemas, hasta “Las Adivinanzas”, es capaz de mantener unidad en el tono.
El cuarto punto dice relación con una acusación sin fundamento alguno. Son muchos los que restan notoriedad al insigne chillanejo, debido a que supuestamente no es un poeta en ejercicio, o sea, con producción actual, que esté escribiendo y que nos vaya a sorprender con una nueva entrega. Sus libros más recientes son –en efecto- versiones antológicas, como “Sol de Invierno”, la hermosa edición que le hizo la Universidad del Bío-Bio hace un par de años.
Hernández escribe, en realidad, pero deja salir muy poco, acaso un par de textos en homenaje a alguno de sus amigos y compañeros de generación, como los poemas dedicados a Enrique Linh o a Jorge Teillier –ambos fallecidos-, o el texto dedicado a Nicanor Parra que fue escrito en ocasión de un viaje del Antipoeta (en 1996) a su pueblo natal: San Fabián de Alico, que se encuentra en la citada antología “Sol de Invierno”, o un par de aportaciones hechas en un par de revistas universitarias de restringida circulación.
Escribe poco, y deja salir mucho menos. Es un autor decididamente de la síntesis poética, y no abruma a los lectores con “mamotretos” –como él mismo dice-, ni se ha dedicado a lanzar refritos de sus propios poemas, para mantenerse en la baranda de algún altar o proscenio.
Hay muchas razones más para respaldar la necesidad de corregir esta falta, esta omisión que se ha fraguado en torno a la figura y la obra de Sergio Hernández, el requerimiento urgente y decidido de hacer la justicia debida para con el insigne poeta de provincia, aquel que debiese ser rescatado, leído, estudiado como corresponde, y con ello, los reconocimientos, la admiración de quienes conservamos el fragmento prístino de la poeisis.
Y podríamos argumentar todavía más, y no sería una desmesura este gesto, pero es también imprescindible dejar espacio para que el lector decida, y para ello recomendamos la página que le construyó la Escuela de Diseño Gráfico de la Universidad del Bío-Bio: www.ubiobio.cl/hernandez. Por el momento, le hacemos un guiño, con un par de muestras de su factura.



ACUARIO

Mi infancia es un acuario inaccesible
un ebrio país de trompos y palomas
al que es preciso llegar con traje blanco
en una mañana azul
de sol volcado
yo no daría ya con los caminos
pero recuerdo algunas cosas
bandas de circo
en tardes de novena
noches de riñas y cansancios
dando conmigo en un desfondado sueño
sin contorno
cuando pasaba el regimiento
abandonaba mis juguetes rotos
y era mi corazón
todo mi cuerpo
después
vino la bruma en espirales
un día
mi madre y los guijarros
dieron un seco ruido de infinito
el tiempo frente a mí empuñó las manos
Soltó pájaros negros en mis ojos
y un trozo de sol
cayó entre los labios
La tarde es un sollozo contenido
mi infancia
es un acuario.



ESTÁ BIEN

Está bien
está bien
todo está bien
sólo que el hambre mata niños
y en la oscura humedad
crecen los muertos
y sin embargo está bien todo
y es grato haber llorado entre cipreses
embriagarse de tiempo
refrescar con amigos y cerveza
las blancas noches de verano
anclar el corazón en algún puerto
incorporar un poco de sol
al alma que habitamos
entretejer de amor
las noches y los días
y sobre todo pensar
que aún pertenecemos
a esta pequeña parte de la muerte
que hemos llamamos vida.

Sergio Hernández, el poeta de Chillán.

Por Diana de la Fuente Ortega.Esta exposición fue presentada en la 24º Feria del Libro de la Patagonia de Gaiman, Chubut, Argentina. Junio 2008.

“La poesía de Sergio Hernández es canto que corre, cristal que canta…no me canso de escuchar la luz del agua ni me fatiga ver su canto que sílaba a sílaba nos va deletreando su cristalina verdad”. Palabras que Pablo Neruda, el célebre poeta de Chile, otorga a Sergio Hernández, en el prólogo de su libro Registro. (1965), ciertamente merecidas y acordes al estrecha amistad que compartían desde la poesía.
Hernández alejado de todo bullicio, siempre ha sido un poeta de provincia. Nace en la ciudad de Chillán, Chile, el 17 de marzo de 1931, y se define a si mismo como “Anticonvencional y antiburgués, hipocondríaco y psicosomático”. Además nos advierte de su existencia en uno de sus poemas “ Yo soy como las plantas”:
Yo soy como las plantas o los árboles/ Que nunca han sabido quienes son/ y echan flores o espinas/ o atrapan insectos/ ellos están ahí simplemente/ como yo en mi tierra/ y no les interesa ser astronautas…”[1]
Hernández interviene en la literatura chilena con su temática del recuerdo: la infancia, el campo, la muerte. Junto a Efraín Barquero, el poeta de la tierra y el aire, Rosa Cruchaga y el sobremundo y Jorge Tellier, el poeta lárico, conforma la denominada Generación del 50’, generación que aporta renovados aires a la literatura chilena.
Con su amigo Jorge Tellier comparten la corriente lárica, corriente que abraza recuerdos, calles y caminos, tierras y mares. No obstante Hernández transita en voz baja, por ello es considerado el poeta del susurro, sin embargo su vuelo es universal. El mismo Tellier se refirió a la poética de Hernández, “delgadamente nostálgica… su poesía llega al corazón y a los sentidos”.[2]
“Ha sido un poeta sin esfuerzo”[3], frase que se explica desde su origen. Proviene de una familia de artistas, sensibilidad que Oscar, su hermano mayor, manifestó a través de la pintura, pues fue un destacado artista chillanejo, Baltazar sigue los pasos de Oscar, más aún su arte es reconocido en todo Chile, Ángel dedicado a las letras busca su refugio en el cuento y Sergio el menor de los nueve, es el Poeta. A estos hermanos les marca la imagen enlutada su madre. Sergio observa la única fotografía del padre, imagen idealizada tras los relatos de los mayores, pero se consuela con una frase de Jean Paul Sartre “Si mi padre hubiese vivido, se habría echado encima de mí con todo su peso, afortunadamente murió joven”,[4]
Su infancia, tema importante dentro de su obra, fue luminosa, en su libro autobiográfico “Quien es quien en las letras chilenas”, comparte la alegría, aromas e imágenes de aquella etapa. Así también relata su primera cercanía a las letras, tras participar del concurso “Vida de Bernardo O’Higgins”, presenta unas cuartetas populares, y sólo después de comprobar la real autenticidad de su texto, fue el eufórico ganador del primer premio que consistía en el libro Corazón de Edmundo Amicis, lamentablemente su mascota, el travieso perro de la casa descubrió su libro, “Nunca pensé que uno de los seres que yo más quería me estaba destrozando el Corazón” relata Hernández.
El período más sólido y maduro de su vida comienza tras la muerte de “aquella viuda de negro” como la llamó Ángel, producto de un derrame cerebral. Desconcertado por la pérdida de su madre, Sergio debió asumir su existencia cuando recién tenía 17 años, y decide estudiar en el Instituto Pedagógico de Santiago, a pesar de la insistencia de sus hermanos que continuara en la Escuela de Leyes de la universidad de Concepción, Hernández resume aquella etapa con su poema Acuario (1965):
“Mi infancia es un acuario inaccesible/ un ebrio país de trompos y palomas/ al que es preciso llegar con traje blanco/ en una mañana azul/ de sol volcado/ yo no daría ya con los caminos/ pero recuerdo algunas cosas/ bandas de circo/ en tardes de novena/ noches de riñas y cansancios/ dando conmigo en un desfondado sueño sin contorno/ cuando pasaba el regimiento/ abandonaba mis juguetes rotos/ y era mi corazón/ todo mi cuerpo/ después/ vino la bruma en espirales/ un día/ mi madre y los guijarros/ dieron un seco ruido de infinito/ el tiempo frente a mí empuñó las manos/ Soltó pájaros negros en mis ojos/ y un trozo de sol/ cayó entre los labios/ La tarde es un sollozo contenido/ mi infancia/ es un acuario”[5].
En su época de estudiante fue parte del Grupo Literario fundado por el centro de alumnos del Pedagógico, allí es donde conoce al poeta Jorge Tellier con quien ya sabemos forja una gran amistad. Transcurría el año 1954, su poema “Cuento” recibe el PREMIO FECH. Excelente estímulo para aquel tímido estudiante provinciano.
Su memoria de título la realizó en la figura del poeta Nicanor Parra, en aquel entonces profesor de física y mecánica racional del Pedagógico, Sergio tras quedar impactado por el libro “Poemas y Antipoemas” se contactó con el poeta, y así creció una estrecha amistad fruto de aquella admiración.
Hernández, siempre fue un destacado estudiante, por ello recibe una Beca del Instituto de Cultura Hispánica para estudiar en España. Durante ese año, Hernández comparte con el poeta Vicente Aleixandre y con el célebre investigador Dámaso Alonso, quien graba con gran entusiasmo algunos de sus poemas.
Parte de las anécdotas de aquella estadía, es que tuvo el privilegio de asistir a al aeropuerto de Barajas a esperar los restos del destacado poeta Juan Ramón Jiménez, quién había fallecido ese año, y era repatriado desde Puerto Rico, lamentablemente sólo algunas autoridades y escritores estaban en guardia. Al regresar al centro de Madrid observa como “verdaderas hordas humanas se apostaban en las calles, ingenuamente pensó que era el pueblo que rendía honores al poeta, sin embargo se trataba que el Real Madrid regresaba triunfante tras ganar la Copa Europa”[6].
A su regreso a Chile fue inmediatamente contratado por la Universidad Austral de Valdivia, para enseñar Literatura Chilena y Literatura Española Clásica.
Antes de su incorporación a la Universidad, pasa un tiempo en Chillán, Pablo Neruda visita la ciudad, invitado por alumnos del Liceo Narciso Tondreau, en aquel contexto, Hernández conoce a Neruda. Durante su permanencia en Chillán, Neruda exige la compañía de Hernández.
Tras su titulación en el Instituto Pedagógico de Santiago, no abandona la Pedagogía en Castellano a pesar de la insistencia de Neruda:”Tienes que renunciar a tus clases y dedicarte por entero a tu poesía y escribir siempre como si fueran tus deberes cotidianos… debes quitarte ese adoquín pedagógico”. No haciendo caso al consejo, actualmente a sus 77 años, Hernández es Académico de la Universidad del Bio - Bio. En aquel entonces Nicanor Parra supo de esa conversación y le dijo: “Yo habría renunciado, pero al día siguiente me habría presentado en la casa de Neruda, diciéndole: renuncié, aquí estoy”.

La obra de Hernández comienza en 1959 con el libro “Cantos de Pan”, posteriormente publica en 1965, el libro “Registro” de la editorial Nascimento, y con prólogo de Neruda, la prensa de la época describe de este libro “como significativo y ejemplar desde el título, es uno de los más destacados libros de poesía últimamente publicados”[7], a la vez señala que “Raras veces un libro alcanza tanta fuerza y tanta verdad sumergida en la abrupta naturaleza humana y en la repetida geografía poética de nuestro país”[8]; en 1979 Sergio Hernández nos regala el libro “Últimas Señales” también de la editorial Nascimento; En 1981 escribe un libro autobiográfico titulado “¿Quién es quién en las letras chilenas?”; La Editorial Casa de la ciudad de México publica ”Quebrantos y Testimonios” en 1993, con el destacado Prólogo del poeta Hernán Lavín Cerda; en 1998 publica “Adivinanzas” un libro para niños, su primera edición realizada por Ediciones Universitarias de la Universidad Católica de Antofagasta, la 2° edición en año 2005, acompañada con ilustraciones del artista visual Máximo Beltrán; durante el año 2002 publica su último trabajo, la antología titulada “Sol de invierno” de la Editorial Universidad del Bio- Bio.
Por otra parte el poeta ha sido reconocido con el ya mencionado Premio Fech 1954; A esta distinción se suma el Premio Municipal de Arte de Chillán, en 1968; Además fue galardonado con el Premio Luis Tello de la Sociedad de Escritores de Valparaiso, en 1972. El Consejo Nacional del Libro y la Lectura del Ministerio de Educación durante el año 1997, le otorga el Premio Beca a la trayectoria en el campo de las letras. En el 2005 recibe el Premio Regional de las Artes Literarias “Baldomero Lillo”.
Durante este año 2008, fue homenajeado por la Universidad Mayor de Santiago, en el contexto de la XVI Feria del Libro “La chilenidad en nuestra poesía”, esto junto a destacados poetas de Chile.
Además el Consejo Regional de la Cultura y las Artes, realiza el Homenaje a su Trayectoria Literaria, dentro del marco de celebración de la “Fiesta de la Cultura” que se realizó en la ciudad de Chillán.
La poética de Sergio Hernández nos ofrece una “visión transparente y reveladora de la parte más dramática de la existencia”[9]. Sin embargo su poesía no es parte del consciente popular, más bien es reconocida en un reducido círculo intelectual de Chile. Su figura y su obra más bien forman parte de ese denominado grupo de “poetas olvidados” que paradójicamente, fue el tema que Hernández presentó a modo de discurso de incorporación como Miembro Correspondiente de la Real Academia Chilena de la Lengua. Aceptado como el primer chillanejo en formar parte de ese cuerpo. Quizás esa extrema humildad, lo aleja de las luces, la cual deja al descubierto al comienzo de su discurso: “Estamos asistiendo a un acto insólito en nuestra provincia. Por primera vez la docta corporación que fundaran José Victorino Lastarria y otros esclarecidos compatriotas del siglo pasado, celebra una simbólica sesión en nuestra ciudad para incorporar, como miembro correspondiente, al modesto chillanejo que les habla…”[10]
Ciertamente las circunstancias y las decisiones forman parte de este juego. Provinciano por decisión, en aquel tiempo cuando trabajaba en la Universidad Católica de Antofagasta, recibe simultáneamente dos cartas, la primera una oferta de trabajo para la Universidad de Notre Dam, ubicada en Indiana, E.E.U.U., la otra una invitación a formar parte del cuerpo académico de la Universidad de Chile de su querido Chillán, como el mismo declara. Así resuelve esconderse del ruido, volver a lo conocido, porque su vida y su obra “es una línea teñida de sugerencias, el más leve recuerdo de infancia, la tierra, el hombre que se hospeda en el mundo interior…Experimenta la lucha cotidiana del artista en su mundo”.[11]

Hernández es un gran poeta, “que ha sabido sabiamente mantenerse a distancia de la influencia de Nicanor Parra, sin embargo, en algunos casos lo supera, es un poeta del dolor, de la ternura, del amor a sus semejantes, de la solidaridad, de un gran humanismo”.[12] Porque “Se aproxima al misterio: lo roza con un soplo, y el soplo es como las alas de un colibrí… el espíritu que en su poesía jamás se interrumpe”[13].
Hace dos años, cercano a la muerte casi en precipicio, resurge de un coma diabético, además se recupera de una pulmonía fulminante, su vocación de soledad lo desafía constantemente en esta estación longeva, Hernández pregunta en su poema Señor…
“Señor dime si existes /te pregunto en la noche del desamparo y la amargura /mientras mis propios demonios/ me clavan a esta cruz invisible/ con los horrendos martillos/ de la culpa.”[14]
“De aquí se recoge la catarsis y la liberación que ha sido la poética de Sergio Hernández. Sólo escribe cuando está triste”. [15]
Sergio Hernández forma parte del Patrimonio intangible de Chile, de ese “Patrimonio Olvidado”, por ello es el momento del renacimiento, de retomar el vuelo, de acariciar aquel pez del susurro, luminoso, que enciende el Acuario. Puesto que el respeto y reconocimiento de sus pares, no es suficiente, se necesita el compromiso en la propagación su obra. Mi encargo es rescatar su figura desde el “olvido” incluso desde la “ignorancia”.
Finalmente quiero recordar aquellas palabras de admiración que Pablo Neruda otorga a Sergio Hernández, en el prólogo del libro “Registro”:

"De cuanto se ha escrito, ¡y tanto!, el poeta que más leo es el agua que corre.
Cada página entre las piedras o bajo la hojarasca o sumando y sumiendo en su cause la luz y la noche, cada página tiene canto y cristal.
La poesía de Sergio Hernández es canto que corre, cristal que canta.
Proclama sencillas riberas en que se entrelazan la menta y el orégano.
O incursiona entre los muros y nos relata mínimos secretos, gotas del alma, papeles del olvido.
O atraviesa la congoja sin que se perturben sus alados quilates porque cantando continúan su fresquísima hermosura.
Yo alabo a este poeta fraternal que entre provincia y provincia conserva el corazón reluciente de una estrella.
Y no me canso de escuchar la luz del agua ni me fatiga ver su canto que sílaba a sílaba nos va deletreando su cristalina verdad." PABLO NERUDA. Isla negra, enero de 1965.

[1] Sergio Hernández, Quebrantos y Testimonios 1993
[2] Francisco Santana “Evolución de la Poesía Chilena” Editorial, Nascimento 1976.
[3] Cesar García, Historia Ilustrada de Chile y su Literatura, 1985.
[4] Sergio Hernández, ¿Quién es quién en las letras chilenas? 1981
[5] Sergio Hernández, Registro, 1965.
[6] Sergio Hernández, ¿Quién es Quién en las letras Chilenas”, 1981.
[7] Hernán Loyola, Diario “El Siglo” 1965.
[8] Mario Bahamonde, “El Mercurio” de Antofagasta, 1965.
[9] Hernán lavín Cerda, Prólogo Quebrantos y Testimonios, 1993.
[10] Atenea N° 448, Santiago, 1983.
[11] Carlos René Correa; Poetas Chilenos del siglo XX, 1972.
[12] Jaime Valdivieso “dos poetas” Punto Final, 1993. Comentando Quebrantos y Testimonios.
[13] Hernán Lavín Cerda. En el prologo del libro Sol de invierno. 2002
[14] Sergio Hernández, Quebrantos y Testimonios, 1993
[15]Hernán Lavín Cerda. En el prologo del libro Sol de invierno. 2002