La poesía es la otra voz, el aire del origen: un aire no para respirarlo sino para vivirlo. Un aire que, sin embargo, se adivina en el acto de la inspiración y la espiración, un aire que sólo se adivina respirándolo. Aquel soplo que es la obstetricia original, aquel soplo del principio y del fin: el soplo de la otra voz pariéndose a sí misma, soplándose sin desdén, con absoluto entusiasmo como en la última epifanía, la casi póstuma.La otra voz es el prodigio que se fecunda a sí mismo en las profundidades de la voz demótica, ecuménica y cotidiana. El esplendor de lo insólito en la matriz de lo sólito, la recuperación de aquel soplo imaginante que estaba enterrado en el espíritu y en el más allá de la conciencia de los primeros hombres, desde los días inaugurales de la comunidad cavernícola.En los espacios donde se escucha el rumor de la otra voz, las contradicciones —sin dejar de serlo— se vuelven más elásticas y se convierten, al fin, en puentes de atracción y diálogo. Todo se encuentra con todo: la cópula de los objetos y de las criaturas animadas es universal. Sin reposo, todo se busca y todo se encuentra. Lo más distante, incluso, aparece cada vez más próximo y en un ámbito de concordia.Es el milagro de la otra voz, la voz rebelde, la voz crítica y autocrítica, la voz anti rutinaria, la voz del desasosiego (sobre todo a partir de la modernidad romántica), la voz de la melancolía y del pensamiento salvaje, no sólo salvaje, elemental y en crisis, moderno en su antimodernidad, la voz entusiasta y desilusionada, la voz del soliloquio arcaico y futuro —la cuna la tumba, y de nuevo la cuna—, la nostálgica voz de la unidad en el origen, cuando todo formaba parte de todo y la división no era todavía un fenómeno evidente.
Alguna vez, el poeta y ensayista Rubén Bonifaz Nuño me dijo en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México:—Después de tanto ir y venir por este mundo, creo que el único acto de auténtica libertad es la poesía.¿Yqué es la poesía?Lo desconocido en proceso de conocerse y reconocerse, mediante el asombro, siempre renovado, de la articulación de las palabras: sonido y sentido en estado de gracia. Todo, casi todo tiene que ver con la química sanguínea del ritmo, esa alquimia pulsional de la articulación. Poesía puede ser, entonces, todo aquello que duerme —sepultado a veces, a veces insepulto— y que sin duda somos sin saberlo: la existencia comunitaria de la otra voz, antes y después de la desnudez original, cuando las preguntas correspondían a la infancia de la humanidad y eran primorrdiales.Prodigio de la lengua de la revelación en libertad absoluta. Lenguaje o cuerpo sensible a través del cual, pendularmente, aparece y desaparece —en una suerte de epifanía inestable o movediza— el inconsciente colectivo y el consciente de cada día, como lo percibió Carl Gustav Jung hace varios años.Acaso vivimos o sobrevivimos para recordar, y la poesía también es el arte de la memoria en acto, verbo de lucidez y juego múltiple, la otra voz de la memoria de la especie: memoria universal por ser privada, por aparecer desnuda en medio del mundo, por descubrir o redescubrir las palpitaciones de la infancia que se vale de la sabiduría empírica, aquella que todo lo funda imaginándolo. Y sabemos que, por un desliz iluminante, la fundación puede ser reveladora. Fundar y fundar, sepa Dios, transfigurando o abriendo el camino de las transfiguraciones.
Creo que Sergio Hemández, nacido en Chillán —ciudad del sur de Chile— el 17 de marzo de 1931, pertenece a esa familia de poetas que escriben por una necesidad impostergable: la más antigua bendición, la más antigua condena. Toda criatura humana es, a su modo, un animal rítmico. Y el poeta lo es en una dimensión casi absoluta, pero su ritmo interno se transforma en palabras que van articulándose dentro de los dominios de la otra voz: dichas palabras, se relacionan de una manera inusual —a veces común, a veces fantástica— dando origen a realidades nuevas, únicas y autónomas: esos organismos lingüísticos son los poemas.Hay una secreción verbal en el orgnismo de Henández, una fisiología lingüística cuyos signos se vinculan estéticamente. Las temáticas, sin embargo, no son de naturaleza anatómica. El cuerpo no aparece señalado con frecuencia, salvo en algunos textos. La zozobra orgánica y psíquica (antigua crisis del poeta) fue sublimada o más bien transfigurada hacia el plano del espíritu y la ética.La inconformodidad, el desencanto, el sentimiento de pérdida son compartidos por muchos poetas contemporáneos, y Sergio Hemández está en la línea de aquella conciencia fracturada, una conciencia que se ha vuelto dominante en los tiempos modernos: visionaria y dolorosa conciencia crítica. Espíritu proteico y múltiple de la modernidad. La terrible y, a veces, paralizante absentia: el abismo y la vacuidad de la condición humana. De pronto hay textos de rescate que, como salvavidas, oxigenan el panorama; por lo común, se trata de señales proyectadas hacia el mundo de la naturaleza y de la infancia. Sólo allí es posible la resurrección o la Edad de Oro: el universo de los sueños infantiles.El lar del origen transflgurado en lactancia y júbilo. Pero la edad adulta es cruelmente grávida; su peso es insufrible. El propio Hernández ha dicho: «Mis libros Cantos de Pan, Registro y Ultimas señales recogen casi sólo la parte dramática y angustiosa de mi existencia: cuando estoy alegre no escribo. La poesía ha sido para mí una catarsis y una liberación...» Su obra más reciente, Quebrantos y testimonios (compilación antológica realizada por el propio autor), no se desliga de los juicios emitidos por el poeta sobre su trabajo artístico, o, más bien, sobre el estado de ánimo que ha hecho posible dicho trabajo.Observo, con cierta claridad dos líneas estéticas esenciales y recurrentes en esta selección: la primera establece un vínculo con el registro de época, sí, el gusto de época que nos llegó de ultramar desde la península ibérica y, para ser más precisos, desde España, la España andaluza y castellana, la de Federico García Lorca, Rafael Alberti, Miguel Hernández, Luis Rosales, y Vicente Aleixandre, entre otros. Una España contemporánea que aparece, líricamente, muy unida al cántico anónimo y popular, al antiguo romancero: una España de rimas cruzadas, de asonancias y consonancias, de música que se sostiene en el fulgor adjetival, así como en la obediencia a ciertos cánones métricos. Sergio Hernández vivió en esa España y convivió con algunos descendientes de aquella poesía: la estudió a fondo, se dejó envolver por ella y, al fin, cultivó su oído en la observancia y no en la heterodoxia. Ese registro estético se hizo muy poderoso, tanto en España como en Hispanoamérica; a él se unió, en cierto modo, prolongándolo, el modernismo rubendariano y, algunos años después, el postmodernismo que tuvo una figura capital como fue Pablo Neruda. Tampoco podemos olvidar a Juan Ramón Jiménez. Quiero recordar que dichos cánones poéticos fueron dominantes (no los únicos, por cierto) en la primera mitad del siglo XX: carácter hegemónico de la cadena metafórica, musicalidad aliterante (la eufonía romántico-modernista concebida como un poder casi ideológico), altemancia y más bien convivencia de los llamados versos de arte mayor y de arte menor, presencia estrófica, dominio de un sujeto casi olímpico a través del cual se manifiestan los estados de ánimo de los individuos y los pueblos, esplendor verbal, belleza que de improviso se desvía, dolorosa, con ímpetu expresivo, aunque no siempre se divorcie del brillo clásico.Sergio Hernández es respetuoso de estas directrices artísticas; líneas que, por supuesto, aparecen y desaparecen en su obra, no sólo en la suya. Debemos reconocer que el proceso es de agonía y resurrección: es lo que está ocurriendo con el legado de los poetas hispanos y los representantes del modernismo, así como de la vanguardia. En la actualidad asistimos a un período ecléctico, de mayor mestizaje y síntesis, de traducciones que operan como válvulas comunicantes. No hay ortodoxias que se sustenten sobre el principio de una verdad absoluta. El relativismo abre la puerta que conduce al diálogo entre formas y tendencias estéticas dispares.La línea que Neruda privilegia es la suya, como era previsible. Y lo hace en el breve prólogo que escribió para la edición del libro Registro, 1959-1964 (Edit. Nascimento, Santiago de Chile, 1965). En un pasaje afirma: «La poesía de Sergio Hernández es canto que corre, cristal que canta». Esta frase se apoya justamente en la metáfora o más bien en la prosopopeya, e insiste en un solo aspecto: el canto, un canto que respeta la tradición del canto, como ya dijimos.Pero creo que hay cantos y cantos, como hay músicas y músicas.El hecho de que exista el canto no es una especie de garantía absoluta. Pienso que los mejores momentos en la obra de Hernández aparecen cuando se toma distancia del sistema de producción rítmica, así como metafórica, que es propia del canto hegemónico en aquellos años. Con frecuencia aparece cierto estereotipo en la alianza reproductora y repetidora de imágenes. Pero de pronto Sergio Hernández establece una transgresión, se desvía, abandona los recursos de retórica que pesaban sobre todos los poetas, y, entonces, surge la otra posibilidad de trabajo, la otra línea, la otra dirección: una línea que no tiene por qué ser absolutista y excluyente.Esta última línea ha generado algunos de los textos más sugerentes y enriquecedores de Hernández. Allí están los poemas Está bien, Porque no tengo dónde, Todo lo que he pecado (con un final que nos recuerda uno de los breves y agudos textos de Elías Nandino, cuando el sujeto de la escritura dice que a él no lo matará la muerte sino la vida. Sergio Hernández escribe al fin de su poema: «...quiero olvidar mi nombre para siempre/ y morirme de vida/y no de muerte»). Hay otras muestras de eficiencia y profundidad: Señor, Gentes, Imagen, El canceroso, Lluvia, Documento psiquiátrio, Ultimo deseo, Bajo el tiempo, Moscas, Es tan profundo, Vivimos los días, Sacad de este árbol, y No hay nada que agregar, entre otros.La música elocuente se ha convertido en música interior o música de ideas. La poesía, entonces, toca el misterio y, al tocarlo, lo piensa y hace que también el lector piense.Vladimir Holan, el gran poeta checo del siglo XX, que falleció en 1980, dijo alguna vez:—La poesía es el misterio. Debiera ser la precisión.Digamos que la precisión en el misterio, o acaso la precisión del misterio.En sus instantes de mayor lucidez, Sergio Hernández se aproxima al misterio: lo roza con un soplo, y el soplo es como las alas de un colibrí que nunca dejarán de palpitar. Y el corazón del colibrí es el tic-tac del estremecimiento. Dicho de otro modo: el parpadeo del espíritu que en su poesía jamás se interrumpe..
Alguna vez, el poeta y ensayista Rubén Bonifaz Nuño me dijo en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México:—Después de tanto ir y venir por este mundo, creo que el único acto de auténtica libertad es la poesía.¿Yqué es la poesía?Lo desconocido en proceso de conocerse y reconocerse, mediante el asombro, siempre renovado, de la articulación de las palabras: sonido y sentido en estado de gracia. Todo, casi todo tiene que ver con la química sanguínea del ritmo, esa alquimia pulsional de la articulación. Poesía puede ser, entonces, todo aquello que duerme —sepultado a veces, a veces insepulto— y que sin duda somos sin saberlo: la existencia comunitaria de la otra voz, antes y después de la desnudez original, cuando las preguntas correspondían a la infancia de la humanidad y eran primorrdiales.Prodigio de la lengua de la revelación en libertad absoluta. Lenguaje o cuerpo sensible a través del cual, pendularmente, aparece y desaparece —en una suerte de epifanía inestable o movediza— el inconsciente colectivo y el consciente de cada día, como lo percibió Carl Gustav Jung hace varios años.Acaso vivimos o sobrevivimos para recordar, y la poesía también es el arte de la memoria en acto, verbo de lucidez y juego múltiple, la otra voz de la memoria de la especie: memoria universal por ser privada, por aparecer desnuda en medio del mundo, por descubrir o redescubrir las palpitaciones de la infancia que se vale de la sabiduría empírica, aquella que todo lo funda imaginándolo. Y sabemos que, por un desliz iluminante, la fundación puede ser reveladora. Fundar y fundar, sepa Dios, transfigurando o abriendo el camino de las transfiguraciones.
Creo que Sergio Hemández, nacido en Chillán —ciudad del sur de Chile— el 17 de marzo de 1931, pertenece a esa familia de poetas que escriben por una necesidad impostergable: la más antigua bendición, la más antigua condena. Toda criatura humana es, a su modo, un animal rítmico. Y el poeta lo es en una dimensión casi absoluta, pero su ritmo interno se transforma en palabras que van articulándose dentro de los dominios de la otra voz: dichas palabras, se relacionan de una manera inusual —a veces común, a veces fantástica— dando origen a realidades nuevas, únicas y autónomas: esos organismos lingüísticos son los poemas.Hay una secreción verbal en el orgnismo de Henández, una fisiología lingüística cuyos signos se vinculan estéticamente. Las temáticas, sin embargo, no son de naturaleza anatómica. El cuerpo no aparece señalado con frecuencia, salvo en algunos textos. La zozobra orgánica y psíquica (antigua crisis del poeta) fue sublimada o más bien transfigurada hacia el plano del espíritu y la ética.La inconformodidad, el desencanto, el sentimiento de pérdida son compartidos por muchos poetas contemporáneos, y Sergio Hemández está en la línea de aquella conciencia fracturada, una conciencia que se ha vuelto dominante en los tiempos modernos: visionaria y dolorosa conciencia crítica. Espíritu proteico y múltiple de la modernidad. La terrible y, a veces, paralizante absentia: el abismo y la vacuidad de la condición humana. De pronto hay textos de rescate que, como salvavidas, oxigenan el panorama; por lo común, se trata de señales proyectadas hacia el mundo de la naturaleza y de la infancia. Sólo allí es posible la resurrección o la Edad de Oro: el universo de los sueños infantiles.El lar del origen transflgurado en lactancia y júbilo. Pero la edad adulta es cruelmente grávida; su peso es insufrible. El propio Hernández ha dicho: «Mis libros Cantos de Pan, Registro y Ultimas señales recogen casi sólo la parte dramática y angustiosa de mi existencia: cuando estoy alegre no escribo. La poesía ha sido para mí una catarsis y una liberación...» Su obra más reciente, Quebrantos y testimonios (compilación antológica realizada por el propio autor), no se desliga de los juicios emitidos por el poeta sobre su trabajo artístico, o, más bien, sobre el estado de ánimo que ha hecho posible dicho trabajo.Observo, con cierta claridad dos líneas estéticas esenciales y recurrentes en esta selección: la primera establece un vínculo con el registro de época, sí, el gusto de época que nos llegó de ultramar desde la península ibérica y, para ser más precisos, desde España, la España andaluza y castellana, la de Federico García Lorca, Rafael Alberti, Miguel Hernández, Luis Rosales, y Vicente Aleixandre, entre otros. Una España contemporánea que aparece, líricamente, muy unida al cántico anónimo y popular, al antiguo romancero: una España de rimas cruzadas, de asonancias y consonancias, de música que se sostiene en el fulgor adjetival, así como en la obediencia a ciertos cánones métricos. Sergio Hernández vivió en esa España y convivió con algunos descendientes de aquella poesía: la estudió a fondo, se dejó envolver por ella y, al fin, cultivó su oído en la observancia y no en la heterodoxia. Ese registro estético se hizo muy poderoso, tanto en España como en Hispanoamérica; a él se unió, en cierto modo, prolongándolo, el modernismo rubendariano y, algunos años después, el postmodernismo que tuvo una figura capital como fue Pablo Neruda. Tampoco podemos olvidar a Juan Ramón Jiménez. Quiero recordar que dichos cánones poéticos fueron dominantes (no los únicos, por cierto) en la primera mitad del siglo XX: carácter hegemónico de la cadena metafórica, musicalidad aliterante (la eufonía romántico-modernista concebida como un poder casi ideológico), altemancia y más bien convivencia de los llamados versos de arte mayor y de arte menor, presencia estrófica, dominio de un sujeto casi olímpico a través del cual se manifiestan los estados de ánimo de los individuos y los pueblos, esplendor verbal, belleza que de improviso se desvía, dolorosa, con ímpetu expresivo, aunque no siempre se divorcie del brillo clásico.Sergio Hernández es respetuoso de estas directrices artísticas; líneas que, por supuesto, aparecen y desaparecen en su obra, no sólo en la suya. Debemos reconocer que el proceso es de agonía y resurrección: es lo que está ocurriendo con el legado de los poetas hispanos y los representantes del modernismo, así como de la vanguardia. En la actualidad asistimos a un período ecléctico, de mayor mestizaje y síntesis, de traducciones que operan como válvulas comunicantes. No hay ortodoxias que se sustenten sobre el principio de una verdad absoluta. El relativismo abre la puerta que conduce al diálogo entre formas y tendencias estéticas dispares.La línea que Neruda privilegia es la suya, como era previsible. Y lo hace en el breve prólogo que escribió para la edición del libro Registro, 1959-1964 (Edit. Nascimento, Santiago de Chile, 1965). En un pasaje afirma: «La poesía de Sergio Hernández es canto que corre, cristal que canta». Esta frase se apoya justamente en la metáfora o más bien en la prosopopeya, e insiste en un solo aspecto: el canto, un canto que respeta la tradición del canto, como ya dijimos.Pero creo que hay cantos y cantos, como hay músicas y músicas.El hecho de que exista el canto no es una especie de garantía absoluta. Pienso que los mejores momentos en la obra de Hernández aparecen cuando se toma distancia del sistema de producción rítmica, así como metafórica, que es propia del canto hegemónico en aquellos años. Con frecuencia aparece cierto estereotipo en la alianza reproductora y repetidora de imágenes. Pero de pronto Sergio Hernández establece una transgresión, se desvía, abandona los recursos de retórica que pesaban sobre todos los poetas, y, entonces, surge la otra posibilidad de trabajo, la otra línea, la otra dirección: una línea que no tiene por qué ser absolutista y excluyente.Esta última línea ha generado algunos de los textos más sugerentes y enriquecedores de Hernández. Allí están los poemas Está bien, Porque no tengo dónde, Todo lo que he pecado (con un final que nos recuerda uno de los breves y agudos textos de Elías Nandino, cuando el sujeto de la escritura dice que a él no lo matará la muerte sino la vida. Sergio Hernández escribe al fin de su poema: «...quiero olvidar mi nombre para siempre/ y morirme de vida/y no de muerte»). Hay otras muestras de eficiencia y profundidad: Señor, Gentes, Imagen, El canceroso, Lluvia, Documento psiquiátrio, Ultimo deseo, Bajo el tiempo, Moscas, Es tan profundo, Vivimos los días, Sacad de este árbol, y No hay nada que agregar, entre otros.La música elocuente se ha convertido en música interior o música de ideas. La poesía, entonces, toca el misterio y, al tocarlo, lo piensa y hace que también el lector piense.Vladimir Holan, el gran poeta checo del siglo XX, que falleció en 1980, dijo alguna vez:—La poesía es el misterio. Debiera ser la precisión.Digamos que la precisión en el misterio, o acaso la precisión del misterio.En sus instantes de mayor lucidez, Sergio Hernández se aproxima al misterio: lo roza con un soplo, y el soplo es como las alas de un colibrí que nunca dejarán de palpitar. Y el corazón del colibrí es el tic-tac del estremecimiento. Dicho de otro modo: el parpadeo del espíritu que en su poesía jamás se interrumpe..
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